Músicas estructuradas: un diálogo sonoro entre “Homenaje a Bach” de Jorge Oteiza y un dibujo de Vasily Kandisnky
Jorge Oteiza, Homenaje a Bach, 1956
A primera vista, no se podrían escoger dos obras más contrastantes. La primera pesa toneladas y extiende varios metros cuadrados de piedra dura. La segunda, mientras, requiere un notable acercamiento, pues se trata de un trozo de papel medido en centímetros. En efecto, además de la pertenencia al mismo espacio museístico, resulta difícil percibir otras conexiones entre el mural Homenaje a Bach de Jorge Oteiza y un dibujo menor sin título de Vasily Kandinsky. A pesar de las diferencias a todos los niveles de comparación, tras esta yuxtaposición perpleja subyace un denominador común. Para percibirlo, no obstante, hace falta sumergir en el profundo silencio, un verdadero abismo de la nada sonora. Solo ahí se deja sonar la esencia que une los volúmenes de piedra y el trozo de papel: la escondida musicalidad del arte abstracto.
Aunque ya del mismo título emerge una notable noción poética, cabe destacar que Homenaje a Bach se originó de un encargo privado que suponía la construcción de un muro dentro de la casa de María Josefa Huarte en Madrid. Desde luego, el contexto de creación no reduce para nada la obra de Oteiza a una simple estructura decorativa. Todo lo contrario, mediante un estudio escrupuloso de las formas, el maestro escultor vasco consiguió lo que a primera vista parece imposible: plasmar la efimeridad del sonido en la durabilidad de la piedra.
La obra consiste en un bloque rectangular de piedra que sirve de soporte a un relieve negativo cuyas hendiduras componen formas geométricas como círculos, líneas rectas y polígonos de tamaño y formato diversos. Esta composición extraordinaria, que no sin exactitud puede evocar en mente las obras de Kandinsky, constituye una libre interpretación de los esquemas métricos presentes en la obra musical de Bach. Como consecuencia, la obra provoca un fenómeno singular, una extraordinaria sinergia de diferentes artes que no se deja abarcar con el sistema de clasificación convencional. Oteiza, pues, hizo uso del lenguaje efímero de la música para escribir un diálogo conmovedor entre unas disciplinas extremadamente diferentes. La escultura - que es capaz de transmitir sólo lo propio de la piedra transformada - queda enriquecida con los significados que puede expresar solo el sonido. Es gracias a esa sinergia extraordinaria que el Homenaje a Bach, un bloque multitono de piedra, se convierte en una obra musical en el sentido estricto de la palabra.
En definitiva, parece que la abstracción escultórica de Oteiza, tan majestuosa en forma y sinestésica en esencia, merece ser acompañada por un interlocutor correspondiente en tamaño y volumen para poder establecer una relación de diálogo sonoro. Lo que se propone, no obstante, es exactamente lo contrario. Al menos a primera vista.
Wassily Kandinsky, Sin título, 1941
Una forma orgánica que, capturada en un pleno dinamismo, desvela sus sucesivas capas siguiendo un sentido de movimiento al estilo de brote, de acuerdo con una misteriosa morfología abstracta. Así se presenta la composición del dibujo sin título realizado con tinta sobre papel, parte de un cuaderno de variaciones abstractas Carte de Dessins de 1941, para cuyo punto de partida sirvieron los descubrimientos punteros en el ámbito de la microbiología en los años 40. Aunque el tamaño del dibujo es incomparablemente más pequeño que las composiciones maestras con las que se suele asociar Kandinsky en primer lugar, la obra no pierde nada de la sinestesia propia del arte del maestro ruso. Además, al haberse originado en París, tres años antes de la muerte del artista, este dibujo menor constituye a la vez uno de sus últimos alientos, un elemento del final de una trayectoria singular que cambió la manera de pensar sobre el arte para siempre.
Dicha trayectoria artística, además de abundar en reflexiones sobre la espiritualidad de la materia artística y el propio artista, reivindicó la estrecha relación entre lo pictórico y lo sonoro. De hecho, nada como la música pudo establecer mejor el nuevo modus operandi y servir de punto de partida para los artistas abstractos, buscadores de formas puras, y asimismo rellenar el vacío producido después del rechazo de la noción figurativa de los objetos.
No existe una sola respuesta a la pregunta que planteó en su tiempo ese enfoque vanguardista, es decir, cómo recrear visualmente lo que la música expresa sonoramente. Lo que presenta el dibujo de Kandinsky es una de las incontables maneras de satisfacer la aspiración de crear una experiencia multi sensórica en el espectador, un verdadero ejemplo de sinestesia. En esta respuesta tardía y madura, proveniente del último episodio de su actividad, el autor apostó por dotar al dibujo con un ritmo dinámico, como si se tratara de un upbeat, un pulso no acentuado, propio del jazz y su singular combinación de fuerza y espontaneidad. De hecho, en su libro de 1926 Punto y línea sobre el plano, Kandinsky insistía que, en su esencia, el desempeño artístico trataba de la libertad personal. De nuevo, no se puede evitar la asociación inmediata con el mismo deseo de libertad presente en la música jazz, tan influyente durante las décadas de creación del pintor ruso. Efectivamente, si algún sonido subyace tras la semilla brotante, es el sonido de la libertad misma, la libertad in crescendo.
Así dialoga, en definitiva, la métrica de la piedra con la morfología de la tinta, dos creaciones distintas estructuradas dentro del mismo deseo de visualizar lo que no corresponde a la vista. El mayor deleite, no obstante, sacaremos en cuanto nos demos cuenta de que el encuentro de Oteiza con Kandinsky es solo un comienzo. Pues acabamos de abarcar apenas un grano de arena en el desierto de la sonoridad de la abstracción.